Voy a hablar de personas mayores, no de abuelos. Porque no entiendo las diferentes connotaciones que se les atribuyen a las palabras “abuelo” y “viejo”, o su femenino, aún más estridente, “abuela” y “vieja”. A mí me gustan “viejo” y “vieja” por la realidad que transmiten. Podría ser que esa disciplina que intento establecer en algunos ámbitos de mi vida, y que no siempre consigo y tampoco me quita el sueño, la quiera para los significados de los vocablos. Y eso sí que lo puedo controlar.
¿Cuándo empieza uno a ser viejo? No lo sé. Dice la santísima RAE que un viejo es una persona de edad avanzada. Ajá. “Clarines, calcetines”, que decía un amigo mexicano. O sea, que va a resultar que no es tanta la objetividad del concepto. Tengo cuarenta y dos años, señora sé que soy porque me lo dicen al atenderme en Mercadona. Supongo que para vieja me faltarán siquiera veinte añitos…
Hablar de sabiduría asociada a la edad tampoco parece inteligente. Seguro que en eso estamos de acuerdo. Así que mejor hablar de transformación. Cada cual transita su propio sendero a lo largo de los años, con distintas etapas en las que uno quiere que se detenga el tiempo o correr mucho más que las agujas del reloj, según el momento. Pero las fases hay que atravesarlas, sí o sí. De ninguna salimos indemnes. El sello imborrable de todas ellas va componiendo el mapa de nuestra transformación.
Es esto último lo que provoca en mí tanta curiosidad por los personajes literarios “de edad avanzada”. Por los viejos, vaya. Deben ser complicados de construir para los autores porque como lector te preguntas por qué actúan de una u otra forma. En algunas maravillosas novelas, el padre de la criatura, o sea, el escritor, es tremendamente generoso y te lo cuenta. Adoro a los personajes mayores, y no son tan comunes.
Me gustaría mostrarte algunos de esos libros que me llenaron el corazón. Puede que la Navidad, que es tiempo de familia y de recordar a esos abuelos y abuelas que no están, haya hecho surgir en mi cabeza esta idea. ¿Ves? Ahora sí que he usado “abuelos y abuelas”, pero sólo porque ellos han atravesado mi pensamiento justo ahora. Difícil verlos como viejos y viejas, ¿verdad? En fin, eso es otra historia que da para nuevo post.
Los libros de protagonistas viejos que he encontrado por casa y que recuerdo haber leído, habrá más en rincones recónditos de mi cabecita, son:
Un viejo que leía novelas de amor, de Luis Sepúlveda. Un auténtico descubrimiento. El cuidado del medio ambiente como fondo de toda la historia. Tan cortito como inolvidable.
La gran serpiente, de Pierre Lemaitre. Es un poco surrealista, pero encantador. Una vieja con una curiosa profesión que empieza a cometer errores imperdonables. No te esperas nada de lo que hay dentro de estas páginas. Me reí muchísimo, pero es humor negro, aviso.
Las gratitudes, de De Vigan. Este no tiene el tono sarcástico de La gran serpiente. Los auténticos escalones que ya no se quieren subir, pero estás obligado: dejar tu casa para ir a una residencia, ser consciente de que no te puedes valer por ti misma, ver aparecer un problema en el lenguaje que ni sospechabas que te podía pasar… Ternura, agradecimiento, aceptación y muchísima empatía y solidaridad. Una pasada de lectura.
Adiós, señor Chips, de James Hilton. Claro, si vuelvo a decir que es inolvidable pues ya me pongo pesada… Inolvidable, no puedo decirte más. La vida de un profesor de secundaria en Inglaterra durante treinta años, desde principios del siglo XX, con todo lo que supuso esa época políticamente. Este es de los que sí te cuentan quién fue él de joven, bueno, durante toda su vida. Para releer.
Golpes de luz, de Ledicia Costas. A la abuela gallega que vive en una aldea y guarda el martillo de Thor en el mandilón, no la vas a olvidar. Risas aseguradas, aunque en paralelo con algo mucho más serio, el narcotráfico. De este tengo reseña más detallada aquí.
El abuelo que saltó por la ventana y se largó, de Jonas Jonasson. ¡Cuánto me reí con esta historia! Ya sólo con decidir en su cumpleaños número 100 que se piraba de la resi, me ganó. Fue como pensar “¿aquí voy a estar yo esperando la muerte? Vamos, hombre”. Y da comienzo una aventura que seguro que merecía el viejo y el mundo. Da un repaso al siglo XX que engancha. La peli, por favor, carcajadas sin remedio. Este no sale en la foto porque lo doné a la biblioteca de pacientes de un Hospital. Acabó en manos de una amiga, curiosamente, pero eso también es otra historia.
El señor Ibrahim y las flores del Corán, de Eric-Emmanuel Schmitt. Magnífico. Y la peli también. El mundo podría ser mejor si la empatía se extendiera y las religiones fueran vistas desde otro ángulo.
Oscar y Mamie-Rose, del mismo autor anterior. La vida en la última etapa de la leucemia infantil no curada. Te vas a enamorar de ambos, niño y señora.
De estos dos últimos hice una reseña hace tiempo. La tienes aquí. Son dos libros cortísimos, de una serie de tres, la trilogía de lo invisible. Me la recomendó un señor mayor que no pudo hacerse viejo y que recuerdo casi todos los días por uno u otro motivo.
Mucho me enrollo, bueno, otro día te cuento una anécdota maravillosa que tengo con El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez, que también va de viejos y también me lo leí, pero fue en otra vida y no recuerdo ni una sola línea. Pido perdón por el pecado.